viernes, octubre 31, 2003

Qué grande fue mi tristeza cuando aseguraste que eso de fumar y beber eran sólo el principio de una vida que seguramente desembocaría en errar de aquí para allá como alcohólico teporocho, porque, valga repetir las palabras fatales que tu madre me embarró mientras su mirada llena de indignación y enfado me barría de pies a cabeza, a la vez que pensaba con angustia y una lágrima en el ojo que si al tener su hija amistades como yo era porque probablemente había fallado como progenitora, pero me confesó que no bebías ni gota de rompope porque tú sostienes que, tras la resaca, lo trágico no son los malestares físicos ni morales, sino las decenas de neuronas que mueren y cuyos cadáveres quedan en tu conciencia debido a la exagerada ñoñez y puritanismo que practicas, y del que por poco me contagias cuando me insitaste a correr a tu lado todas las mañanas en los Viveros de Coyoacán. Yo, desde luego, me negué rotundamente, puesto que no iba a desaparecer sólo por tus desconsiderados caprichos un excedente en lípidos que tan bonachón y simpático me hacen ver y que tanta cebada fermentada y comida nada nutriente pero muy sabrosa me ha costado.

Aunque si te soy franco, debo aclarar que por un momento mi imaginación me sorprendió con una escena que jamás creí posible: tú vivías a mí lado y por supuesto yo había seguido tus múltiples y soporíferos consejos para llevar una vida de pereza y bienestar con el fin de alcanzar una longevidad horrorosa al lado de cuantiosos chamacos, hijos solamente del pecado llamado lujuria que supongo sería el único exceso al que me darías acceso. Pero los anhelos de mi vida pronto me abofetearon señalándome lo ridículo y espantoso de esta pesadilla, y, sin más, me regresaron los pies a la tierra: amo y gozo todo lo que engorda, hace daño o está prohibido; tú, en cambio, quisieras desproveer de colesterol todas las yemas de huevo y hacer de lo correctamente político un verdadero lodazal, en el que quizá debiera luchar contigo encarnizadamente, cuerpo a cuerpo, no sé si para darle un poco de sentido a mi fragmentaria e incorregiblemente aburrida vida sentimental o sólo porque eres la única mujer que me ha propuesto semejantes atrocidades con el objeto de hacerme experimentar lo que ninguna otra.

lunes, octubre 27, 2003

He tenido unas urgentes y reprimidas ganas de empuercarte con mis oprobiantes parrafadas y mis delirantes monólogos. No sé si te apure tanto como a mí verte o leerte, pero el teclado de mi computadora está en huelga porque asegura que sólo salen infamias y calumnias de mis dedos. Este esquirol cybercafé desde el que ahora escribo, me da desconfianza.

Espero, técnico mediante, (d)escribirte un poco más este fin de semana.

viernes, octubre 17, 2003

Días atrás recibí un correo electrónico que venía firmado por la fémina que me golpeó las vísceras y los sentimientos con tubo y roca, provocándome cierto aturdimiento, mareo y hemorragia, que me duraron varios meses, años para ser exactos, y de los que no me podía reponer porque, hay que ser sinceros: a) no quería; b) me perseguía su sombra, y, c) dicho sea entre nosotros, porque ella era toda una mujer en el sentido lato de la palabra. Un día, sin más, se acabó lo suyo y lo mío y guardé las fotografías mentales y frases célebres de aquella relación en un archivo muerto, al lado de varios libros de poesía joven y otras tantas cosas que me aburren, y lo arrojé en el camión de desperdicios y basura, porque, francamente, ya no hacían falta. En fin, que en el mensaje electrónico, entre otras frases, había una de reclamo, porque en varios meses yo no me hubiera tomado la molestia de escribir unas líneas para avisar por lo menos que seguía vivo. Debo admitir que de entrada la petición se me antojó igual a la que me habías escrito también hacía un par de semanas y en donde alimentabas mi botijón ego al decir que me rockestareaba por no enviar o contestar mensajillos de ocasión.

Extraordinario.

Tú fuiste también una mujer que con tubo y caguama me golpeaste, aturdiste y dejaste fuera de mí. Desde aquel momento en que me tomaste de la mano para cruzar la calle, mientras llevabas mi brazo completo a tu hombro y tu otra mano se escurría entre mi cintura y me pedías que al llegar a la cantina en la que nos amanecimos te acompañara al baño porque no querías estar sola, y pese a que lo niegues, también porque te diste cuenta que mis brazos estaban hechos a la medida de tu cuerpo, tanto que pasamos horas y horas bailando pegaditos, desde ese momento tu boca y sonrisa que minutos atrás me habían insultado y que minutos después yo probaría preso de amor y lujuria, me sedujeron, y sin saber por qué sucumbí ante tus ojos que se cerraban y tú, llena de frío, miedo y cansancio, sólo alcanzabas a decir abrázame.

Pero no, los mensajes en nada eran iguales, ya que tú respondías al llamado que yo te había hecho y no al sobresalto de la inquieta curiosidad y la imprescindible nostalgia, aunque invariablemente llevará el mismo reclamo. Son tú y ella dos mujeres iguales, por el cariño, la entrega y la límpida lascivia que en mí provocaron (tú sobre todo con una espantosa impunidad), como extremadamente disímiles pues mientras contigo me entendía con palabras, gestos y leperadas, y gustábamos de intoxicarnos y bailar hasta que el sol saliera y yo necesariamente tuviera que dormir al lado tuyo, con ella no gustaba de bailar ni mucho menos de intoxicarme sino de comportarme de forma inefable porque aún me pregunto qué pasó durante todo ese tiempo.

Sí, he de confesarlo, te extraño pero me doy cuenta que ahora el amor es menos intenso que la nostalgia.

martes, octubre 14, 2003

Luego de todos estos días en los que no habíamos cruzado palabra alguna, hablaste iracunda por teléfono para, con toda la fiereza que tus molares y colmillos te permiten, aventarme en cara que te habías enterado que el domingo anterior me vieron caminando por la avenida de los Insurgentes al lado de una mujer de ombliguera que no paraba de reír ante la sarta de incoherencias que se me ocurrían, así como por las viscosas cosquillas que mi inquieta lengua le provocaba en su agridulce cuello de cisne. Cállate, pendejo, me tienes harta, eres un pitofácil, aseveraste haciendo gala de la finísima educación que siempre te caracterizó y con la que te diste a conocer en esas cantinas apestosas de las que me telefoneabas para que fuera a por ti y pagara la cuenta, porque, sobra decirlo, pero en esos momentos te volvía a renacer inexplicablemente una desbordada pasión por mí.

Pensé que tu llamada tenía como fin último saber qué ha sido de mí durante estas largas semanas, o para plantearme una solución para sacar el televisor de tu padre de la casa de empeño o, por lo menos, para ayudarte con la mudanza, otra vez, del cuchitril que rentas en Xochimilco a la casa de tu hermana la menor; pero no, parece ser que lo único que te mueve son tus arranques malévolos por molestarme y el malsano objeto de poner fin a mi vida con las demás mujeres. Desde hace años que te conozco, y no has hecho más que ponerme piedritas en el camino y utilizarme como imbécil y salida a tus tantos y absurdos problemas y mentiras en las que ya no caigo porque me sé al pie de la letra cada una de tus artimañas: cuando te comenté que sin saber por qué fui a parar al último rincón de este país y caí rendido a los pies de una mala poeta etílica, utilizaste una más de tus mentiras y argüiste que estabas encinta y que indudablemente la autoría pesaba sobre mis hombros, pese a que tú misma no creiste una sola de tus palabras porque sabías que la única vez que amanecí a tu lado fue cuando enfermaste de varicela y tu madre me pidió que viera por ti mientras ella regresaba de Boca del Río.

Y aunque no has dejado de llamarme onanista amateur, en activo las veinticuatro horas del día y de la noche, no había levantado el silencio porque me tenía sin el menor cuidado lo que pensaras de mí y de mi rutinaria y monótona vida, en la que habías desaparecido hasta el día de ayer en el que tuve que soportar la saliva que escurría del teléfono por tantas y semejantes majaderías e insultos. No, querida, no más, puedes ya buscarte otro más imbécil que yo para tu puerquito porque no estoy dispuesto a soportar uno más de tus somnolientos arrebatos.

lunes, octubre 13, 2003

Cuando dos caminos, luego de atravezar los mismos ríos, cordilleras y empedrados, insisten en encontrarse es porque probablemente llegan al mismo lugar o simplemente son dos formas distintas de distancia entre dos puntos.

lunes, octubre 06, 2003

Ayer tenías frío y fiel a tu costumbre pediste que te abrazara y apretujara con un fervor que sólo ya tú imaginas y recuerdas, porque, a lo que a mí respecta, al escuchar tu repetitiva invitación me dieron unas todavía reprimidas ganas de responderte que si querías entrar en calor lo único que podía hacer por ti era apedrearte; y es que, si vamos a ser sinceros, me aburres tanto o más que cualquier libro de poesía joven.

No, por favor, no quiero que me tomes a mal este comentario, pero así como me confesaste tu inexplicable intolerancia hacia mi manía de pasar días enteros encerrado sin comunicarme en lo absoluto contigo o nuestros amigos comunes —días en los que paso horas y horas vegetando y escuchando brit pop y alguna que otra ópera wagneriana, mientras entre otras cosas pienso cuál es el sentimiento que aún nos liga—, así te soy franco, y asimismo te juro que muy a pesar de que vives a la vuelta de mi casa, me da una soberana flojera, ya no digamos de ir a verte, sino de alzar el auricular y llamarte.

¿Recuerdas la noche en que caminábamos por las húmedas calles del centro de Coyoacán y tú te sujetabas de mi brazo mientras me contabas cuentos léperos al oído para avivar mi imaginación y lujuria? ¿Y recuerdas que tras el lascivo beso que te propiné para que te callaras y me dejaras pensar tranquilamente en una carta que debo escribir a una editorial regia para evitar a toda costa que publiquen un manuscrito apócrifo que les mandé, te comecé a recitar de memoria un pasaje de El jardín de la luz Pues en ese momento sí lograste encender mi mojigata pasión, pero traté de contenerte luego de aquel beso con algunos soporíferos versos que, sin saber por qué, recuerdo y cito a la menor provocación. Pero para mi sorpresa tú me pedías con los labios húmedos y tu cuerpo entregándose que siguiera, que no parara. Eras presa de un éxtasis carnal indescriptible; con ese tono de hablar ensalivado y tierno parecías quinceañera copulando a escondidas de sus padres. Pero mantuve mi cordura y lo único que lograste fue que te pidiera un taxi y te mandara a dormir y a soñar con más versos huertianos, mientras yo regresaba caminando a mi casa y pensaba otra vez en el fastidioso tema de la carta.

Si no fuera por tus lúbricos ataques, cuánta distancia ya mediaría entre nosotros.

jueves, octubre 02, 2003

Desde niño las cuestiones religiosas me daban miedo. No se trataba de hablar de ese lugar común en el que un hombre semidesnudo cuelga de una cruz por unos enormes clavos, mientras cantidades de sangre escurren por sus carnes lastimadas, y uno se esconde tras la falda de la madre al ver al lacerado que dice se entrega para redimir a la humanidad de sus supuestos actos "malvados". No. Las cuestiones religiosas implicaban necesariamente ese inexplicable acto de fe, en el que el móvil, el fundamento, se centra de una forma u otra en una intención furtiva.

Recuerdo a un maricón malabarista que con ramas de pirul, huevos y una gallina negra en mano, lanzaba conjuros virulentos en los que además de restregar los pirules por todo el cuerpo de mi anciana vecina y convocar extraños y conocidos espíritus al ritmo de un cántico que lo único que lograba inspirar era una zozobra oscura, nos maldecía a un grupito de escuincles y a mí, porque aseguraba que nuestras almas formaban parte de esos seres del más allá que tenían hechizada a la nonagenaría, por nuestras "perversas" actitudes frente a la vida. Chamacos feos, yo sé que ustedes son unos cerdos y que todos los días se agarran allá abajo cuando ven las obscenas revistas de sus padres, decía el malabarista con palabras harto aburridas, mientras manoseaba el lugar donde se suponía debía tener o tuvo su sexo. La consigna inmediata entre nosotros mocosos era ese pinche maricón te estaba mirando a ti y te va a llevar a comer pirul con caldo de gallina negra, y darte besos en la boca, lo cual tratábamos de negar asegurando que no era a mí al que le clavaba esos ojos delineados por cosméticos baratos.

Entonces, como ya lo había dicho antes, no eran las friegas que el brujo afeminado le propinaba a la anciana, cuyo cuerpo en verdad no necesitaba alejar malos espíritus sino únicamente descansar para siempre; ni tampoco era el lenguaje que había adquirido el malabarista tras haber sido educado en una familia de albureros. No. Lo que nos perturbaba era la intención malsana con que lanzaba miradas llenas de odio y lujuria. Y también con la anciana, a quien las sandeces mariconas sólo le hacían pensar que tras semejantes vibras, alejaría todo mal de ojo, vudú o hechizo que pudiera tener, incluyéndonos a nosotros que gustábamos de hacerle burla por las decenas y decenas de gatos que tenía en su casa, y que probablemente serían la verdadera causa de sus enfermedades y padecimientos, ya que a la exorcisada no sólo no le daba tiempo de limpiar las heces de sus felinos sino que preparaba diariamente sus alimentos de ella y de sus animales en condiciones muy insalubres.

Y también en el lado anverso.

Mi obesa y campechana tía vivía en la calle aledaña y yo la visitaba invariablemente todos los días para llevarle algunos recadillos de mi madre, pero sobre todo para admirar una extraordinaria capilla que había levantado en el comedor de su casa y en la que había más figurillas de madera y plástico, e ilustraciones, que en la iglesia de la esquina, sin contar, claro, con una ingente cantidad de veladoras que otorgaban un aspecto siniestro antes que tranquilizante. Mi gordita pariente gustaba y disfrutaba cada una de las veces que se inclinaba frente a su colección de monos y estampas a rezarle a todos lo santos y pedirle hasta por el bien y la salud del caldo de res, las tres piezas de carne, el kilo de tortilla y el litro y medio de agua de horchata que acababa de llevarse a la boca, sin, por supuesto, sentir remordimiento alguno por su insaciable y abominable gula.

El miedo se apoderó también de mí al ver cómo se comportaba mi recta, redonda y tan bien conducida tía, pues lejos estaba yo de tomar esa cordura y compostura con la única intención de quedar bien con un dios que castigaba y me exigía de una fe ciega que mis padres no habían logrado inculcar ni yo aprender. Eran matices los que diferenciaban unas intenciones de las otras: al brujo maricón le bastaba con encender una veladora negra y hacer uso de su bien lograda violencia verbal, mientras que a la hermana de mi padre las veladoras blancas y las frases en las que incluía palabras como no-merezco, perdóname, servidora, castígame, a-tus-pies, líbrame, de-rodillas y otras más que mi memoria ha suprimido por cuestiones de salud mental, le valían que todos los días quisiera mirarla con morbo encender las decenas y decenas de veladoras y contemplar con sorpresa sus ojos en blanco que sucumbían por un Padre nuestro que le llevaba al orgasmo.

Y conste que todo fue por sus creencias religiosas y esas intenciones furtivas que lejos de tomarme de la mano y llevarme a un estado placentero, me orillan al miedo y a la angustia.